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El Kremlin y la Casa Blanca lograron liberar a quienes denominan víctimas de una injusticia que –mediante un canje en el aeropuerto de Abu Dabi, capital de los Emiratos Árabes Unidos, cual corresponde ahora una vez cancelada la opción preferida de la guerra fría en un puente en Berlín Occidental–, demuestra cuánto se preocupan por sus ciudadanos.

La injusticia, vista por el gobierno ruso, es que Viktor But, considerado uno de los mayores traficantes de armas del mundo, cayó en una trampa en Tailandia tendida por los servicios secretos de Estados Unidos y, llevado ante un juez del otro lado del Atlántico, recibió una condena de 25 años de prisión por “conspirar para matar a ciudadanos estadunidenses y vender armas a las FARC colombianas”, entre otras cerca de 800 misiles tierra-aire y cinco mil fusiles de asalto AK-47.

Películas y libros sobre el mercader de la muerte –como era conocido But en el mundo de los negocios turbios–, están al alcance de quien quiera saber más de la vida de este ex militar y presunto agente del espionaje soviético que se dedicó a vender armas (soviéticas y después rusas) a quien estuviera dispuesto a pagar por adquirirlas, sin importar qué iba a hacer con ese arsenal criminal.

Pero sí un mérito hay que reconocer a But es que nunca abrió la boca y asumió en silencio una culpa que –liberado este jueves por el Kremlin tras trece años entre rejas– podría parecer que no era sólo suya, aunque nunca reveló el nombre de ningún cómplice o jefe, así como tampoco detalles del esquema de venta de armas ilegales que, en opinión de quienes han seguido de cerca su trayectoria, lo hubieran podido convertir en testigo protegido.

La injusticia, vista por Estados Unidos, es que una de las mejores basquetbolistas del mundo, Brittney Griner –dos veces campeona olímpica, estrella de los Phoenix Mercury y también figura del equipo UMMC de Yekaterinburg de la primera división rusa desde 2018, aprovechando el parón de las temporadas de la WNBA, la liga profesional estadounidense femenina–, acabó condenada a nueve años de prisión por narcotráfico.

Una semana antes de comenzar la guerra en Ucrania, la policía rusa detuvo a Griner –con el agravante insinuado aquí por los medios de comunicación públicos de ser lesbiana, casada con otra mujer, Cherelle Griner– en un aeropuerto cerca de Moscú con cartuchos de cannabis en su equipaje, que llevaba para aliviar el dolor de una lesión en la rodilla, por recomendación de sus médicos.